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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Conciencia pura, hambre segura
  • Conciencia pura, hambre segura
Generación | PUBLICADO EL 14 abril 2025

Conciencia pura, hambre segura

Cuando Gustavo Petro estaba en campaña, muchos artistas se volcaron al activismo y hasta purgaron sus relaciones por filtros políticos, hoy el Gobierno Nacional parece que los decepcionó.

Juan José Gaviria

Una tarde de marzo de 2019 me reuní con una connotada productora de cine en la librería en la que trabajo. Además de hablar de sus proyectos cinematográficos y de la distribución de un libro que habríamos de incluir en nuestro catálogo, mi querida visitante debió llevar la conversación hacia el tema político que por aquel entonces preferían los agentes de la cultura. Iván Duque había ganado la presidencia y apenas llevaba unos meses en el poder, lo que para ella significaba el triunfo de la barbarie, del utilitarismo y el pragmatismo insensibles, de la rancia y blanca derecha asociada a la mafia, los hacendados y los empresarios de la miseria. No usó estas palabras, pero su discurso lastimero se asociaba de muchas formas a estas categorías, lo que la llevó a darme su ultimátum: “Tendré que irme del país”.

Unos meses atrás, un respetado editor a quien sigo en redes sociales ordenó en su cuenta de Facebook que quien fuera uribista debía salir de su grupo de amigos. No quería tener nada que ver con aquella morralla, aquel desecho moral e intelectual de la cultura colombiana, una banda de forajidos a quienes también declaraba la guerra. En el fondo, el mensaje era el mismo de la productora de cine: quiero vivir en un lugar fantástico en el que nadie piense como ustedes piensan.

Más tarde, apenas saliendo de la crisis pandémica, nos encontrábamos en los prolegómenos de una reunión gremial cuando una prestigiosa editora y librera manifestó su impaciencia por que el nefasto gobierno de la derecha uribista terminara (seguro veía necesario y comprensible el desmadre en el que estaba sumido el país con el famoso “estallido social”). Nada sabía el Gobierno de cultura, de libros ni de arte. Nada sabía ni podía entender, visto el punto de partida ideológico de los implicados en el Gobierno. Y como nada sabían, las revueltas en las calles eran necesarias para acelerar el proceso de salida de Duque (o, mejor, el proceso de llegada de Petro, que era a quien querían ver en la presidencia).

A una famosa cantante que invité a la librería para hablar de música sabanera y que generosamente aceptó ayudarme, le aguanté la tonadilla burlesca por los gobiernos de Álvaro Uribe sin detenerme en ello, porque de lo que se trataba era de hablar de lo que ella sabía y por lo que había cautivado al público, y no de promover un debate a partir de sus preferencias políticas. Unos meses más tarde sería una de las más activas propagandistas del famoso 6.402 como argumento que demostraba nuestra ceguera criminal (dejando de lado el número, que antes era de la mitad y que parece que se les hizo poco para sus reclamos políticos, siempre he pensado que, si en el gobierno de Uribe ocurrieron tales hechos y salieron a la luz, cómo habrá sido entonces la realidad de gobiernos anteriores en los que nadie le hizo las cuentas al F2 ni a los militares, en los que presidentes y ministros callaron tan cobardemente como hemos callado nosotros ante la aniquilación de una verdad tan simple como que en el gobierno de Uribe las cosas mejoraron ostensiblemente).

Frente a los comentarios condescendientes de un buen amigo director de cine, el cual decía preguntarse a menudo por qué una persona inteligente y sensible como yo pensaba lo que pensaba (sabiendo que todos los que tienen esos dos atributos son y deben ser de izquierdas), guardaba un tenso pero resignado silencio. A los de izquierda se les juzga por sus intenciones y a los de derecha por sus resultados, según dicen.

En Delirio americano, el notable ensayo de Carlos Granés, el autor explora las extrañas vueltas ideológicas de las élites artísticas e intelectuales latinoamericanas para llegar a sus proyectos políticos. El proceso revolucionario mexicano es la primera materialización de un cataclismo de esta envergadura ligado a los movimientos culturales: “Mucho antes de que Walter Benjamin diagnosticara la politización de las fuerzas culturales, unas hacia el comunismo (la politización de la estética) y otras hacia el fascismo (la estetización de la política), los artistas mexicanos ya ensillaban sus caballos para galopar detrás de las fuerzas ideológicas del siglo XX”, dice Granés. Es justo en este contexto en el que Granés trae la cita del muralista José Clemente Orozco que me hizo pensar en mis colegas contemporáneos: “Todavía no aprendíamos la técnica de la publicidad. [...] Tal técnica es bien sencilla: se empieza por declarar a gritos que son reaccionarios, burgueses decrépitos y quintacolumnistas todos aquellos a quienes no les gustan nuestras pinturas, y que estas son patrimonio de los ‘trabajadores’”.

De alguna manera, todas las personas que menciono arriba son publicistas del movimiento que llevó a Petro a la presidencia, todos ellos hablaron de fachos, racistas y explotadores para referirse a quienes pensábamos que ese proyecto era inconveniente, o a quienes simplemente admirábamos a Álvaro Uribe y lo que sus gobiernos representaron. Todos fueron “agitadores culturales”, entendida la fórmula como activistas que ponen el prestigio de su arte al servicio de una causa política (un buen amigo de izquierda liberal que muchos ahora acusan de facho, me recomendó no usar la expresión al referirme a las librerías como centros de agitación cultural, por considerarla una fabricación de los “culturetas” para ejercer impunemente la política más extremista desde sus comercios culturales).

Alguna vez mi papá, el “intelectual orgánico” del uribismo (usemos la expresión de Gramsci que tanto gusta en estos ámbitos), me reclamó con timidez después de que una horda de militantes destruyeran una vitrina de la librería en 2019 porque, según dijo, sentía que ni yo ni ninguno de mis compañeros generacionales estábamos haciendo nada para contener la locura que se venía. Mi pose escéptica ante los temas políticos, mi reacción traumática a la deliberación frontal que él mismo había asumido durante tantos años en el terreno público, me sirvieron de excusa para sustraerme (otra vez) de la responsabilidad de opinar. La cobardía encuentra una buena fachada en el cinismo anárquico.

Así que no opinaría cuando mis colegas y amigos denostaran de mis ideas, mis principios y mi interpretación de la historia reciente del país. Obedecería a la presión amenazante del gremio cultural para que nadie se saliera del redil y todos pudiéramos trabajar en “armonía”. Callaría irresponsablemente, temeroso de perder a ciertos amigos que me aleccionaban sobre la urgencia del cambio y que ante mis débiles (a veces ofuscadas) respuestas me hablaban como al niño que no quiere tomar su remedio: “esto sabe mal, pero te hará sentir mejor más adelante”. No dije ni hice nada para evitar que llegáramos a este punto (una instancia inevitable, pero a la que ameritaba llegar con la conciencia tranquila).

Hoy siento un terrible desánimo por la arrogancia autoritaria de Petro, por la imposición a la brava de su sistema de salud, esa preocupante notificación de que aquí se hace lo que él quiera y que tomará el control del sector que le interese. Siento rabia cuando veo a mis colegas (con muy contadas pero valiosas excepciones), aquellos que siempre torcieron la boca para referirse a una torpeza o a la muestra de ignorancia de algún funcionario público, oír sin siquiera sonrojarse las abundantes tonterías en los discursos del presidente, esa cursi, vana y horrible prosa amalgamada de tópicos y lugares comunes que dice Petro con cara de aspirante a poeta. Las referencias trasnochadas a Vasconcelos y su “raza cósmica” (el mestizaje absoluto que dizque nos hace espiritualmente superiores a los latinoamericanos), su insistencia en afirmar que leyó a García Márquez y que se considera un Aureliano, como si eso nos conmoviera (nos conmueven las obras del nobel, no que el presidente diga que algún día las leyó y que lo inspiró a liberarnos de la soledad, esa hermosa metáfora de García Márquez que afea cada tanto el presidente), su afán por querer ser visto como un intelectual perdido en los avatares de la política (supongo que envidia el lugar que el nobel le dio a Lleras Camargo), cuando todos vemos a un tiranillo diletante, a un repetidor de consignas sin ninguna originalidad, a un enfermo de envidia cuando identifica una fuente real de poder en un ciudadano que no sea él, a un mentiroso que dice saber de todo y que obedece a la perfección a la cita que de Robert Conquest hace Savater en su más reciente libro: “(...) todo el mundo es conservador cuando habla de lo que de veras entiende, aunque luego adopte posturas revolucionarias en los grandes temas que sólo conoce de oídas”.

La productora de cine con la que hablé en ese ya lejano 2019 nunca se fue. Por el contrario, hizo varias películas durante el gobierno de sus pesadillas mientras apoyaba la llegada de Petro, el gobierno de sus sueños. Algunos de mis amigos se burlaron de quienes, honestamente atemorizados por la llegada del nuevo gobierno y lo que significaba para el futuro de sus pequeños, medianos o grandes patrimonios, dijeron en algún momento que habría que irse del país (justo lo que la productora había dicho por la llegada de Duque y que no ameritó la ironía de nadie). Colegas y amigos de la cultura siguen trabajando en editoriales, productoras y medios, y ninguno se ha quejado en mi presencia por la reforma tributaria que recortó exenciones del sector cultural o que los afectó directamente en sus ingresos mensuales por cuenta de la retención en la fuente o por la mengua en las utilidades de las empresas para las que trabajan. Ninguno de ellos me ha propuesto el tema de las mafias guerrilleras ni de los asesinatos de líderes sociales, nadie de mi gremio me ha vuelto a ver como un objetivo a incomodar, porque al parecer por fin están cómodos. Por mi parte, jamás he vetado de mis redes sociales a ningún amigo de izquierda, tampoco he puesto el tema del desastroso gobierno de Petro en presencia de quienes sé que lo apoyan o votaron por él de buena fe (sí, la buena fe existe en la gente de izquierdas y de derechas). Lo último que me interesa es hacerlos sentir incómodos o ponerlos a la defensiva, pero tal vez llegó la hora de dejar constancia de mis preocupaciones. Siempre será mejor tener la conciencia tranquila, así confirmemos aquello de que “conciencia pura, hambre segura”.

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