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El país requiere acuerdos sobre lo fundamental. Podemos y debemos debatir sobre reformas. Pero hay algo que no puede negociarse: el equilibrio de poderes.
Por Laura Gallego Moscoso - opinion@elcolombiano.com.co
Hay momentos en la historia de un país en los que no basta con opinar. Hay que tomar postura. Hoy en Colombia estamos viviendo uno de esos momentos. El país está siendo testigo de una serie de decisiones desde el poder que no solo generan incertidumbre: erosionan las bases mismas de la vida democrática.
Primero fue el decreto presidencial para convocar una consulta popular, ignorando el concepto negativo del Senado. Luego, la decisión de suspender la regla fiscal durante tres años, a pesar del concepto desfavorable del Comité Autónomo de la Regla Fiscal (CARF); y más recientemente, el impulso a una reforma laboral clave bajo un clima de presión institucional, como si su aprobación fuera moneda de cambio para evitar una crisis mayor.
La regla fiscal —aprobada por ley en 2011, reformada en 2021 y vigilada por el CARF— no es un tecnicismo. Es un acuerdo económico y político para garantizar que el país no gaste más de lo que puede sostener. Romperla sin justificación suficiente, como lo ha dicho el propio CARF, no solo pone en riesgo la estabilidad de las finanzas públicas: rompe la confianza.
Y sin confianza no hay inversión, ni empleo, ni futuro posible. La deuda sube, la inflación amenaza, la moneda pierde valor, el dólar se dispara, y el país entero pierde: las empresas, los trabajadores, las familias.
Lo mismo ocurre con la Reforma Laboral. No se trata de estar a favor o en contra del contenido. De hecho, el mundo del trabajo necesita una discusión seria, profunda y moderna sobre cómo garantizar derechos sin sacrificar empleabilidad y la formalización. El problema no es la agenda. Es el método.
El reto está en cómo se está tramitando: sin consensos, con afán, bajo la sombra de una amenaza que dice, implícitamente, si el Congreso no aprueba lo que el Gobierno quiere, entonces se puede saltar el Congreso. Es decir, chantaje institucional.
Cada uno de estos hechos podría debatirse legítimamente en una democracia. Pero cuando se suman y se imponen por la vía del decreto, el mensaje es otro: que las reglas existen solo mientras convienen; que las instituciones valen solo si obedecen; que los límites son adaptables.
Las reglas en una democracia no son caprichos. Son el mínimo común que permite que actores distintos convivan, disientan, negocien, puedan coexistir sin recurrir a la fuerza. Son las condiciones que nos damos para que el poder tenga claridad de su rol y la ciudadanía tenga garantías. Defenderlas es un deber cívico.
El país requiere acuerdos sobre lo fundamental. Podemos y debemos debatir sobre reformas. Pero hay algo que no puede negociarse: el equilibrio de poderes, los principios que aseguran que las decisiones se tomen con legitimidad y no por imposición. Las instituciones como último muro de contención frente a la arbitrariedad.
Porque no se nos puede olvidar que el bien más grande que hemos construido, con historia, con dolor, con esfuerzo, es precisamente ese: una democracia imperfecta, pero viva. Una democracia que hoy nos toca cuidar. Con hechos. Con convicción. Con coraje.
Vicepresidenta Ejecutiva Proantioquia