Por: Hannah Escobar
El informe más reciente de la Contraloría es un retrato incómodo de la fragilidad del sistema de salud. No hablamos de tecnicismos contables: hablamos de una EPS intervenida que concentra más de once millones de afiliados, la más grande del país, y que hoy está sumida en una crisis que amenaza tanto sus finanzas como la vida de los pacientes.
Los números son elocuentes: los anticipos pendientes por legalizar pasaron de $3,4 billones a $8,6 billones en un año. Y en lo corrido de 2025 ya se acumulan $6,6 billones adicionales, alcanzando la cifra monumental de $15,27 billones. Estos recursos sin soporte reflejan un manejo riesgoso que compromete la liquidez institucional y abre la puerta a un detrimento patrimonial de enormes proporciones.
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Pero reducir la crisis a cifras sería un error. El impacto real es humano, y el costo se mide en muertes evitables. Ayer se sumó otra: la de la señora Maritza Ramírez. Durante once meses le negaron sus medicamentos. Once meses de reclamos, de tutelas, de desesperanza. Cuando finalmente le entregaron el tratamiento, ya era demasiado tarde. Maritza no murió de una enfermedad: murió de abandono institucional. Y como ella, muchos pacientes han sido condenados a la desesperanza por un sistema que prometía protección y hoy entrega indiferencia.
La intervención del Gobierno debía ser un mecanismo para ordenar, corregir y garantizar transparencia. Pero lo que hemos visto en estos meses es lo contrario: deudas que se inflan, improvisación en el manejo operativo, inseguridad jurídica y una creciente percepción de que, más que salvar, lo que se busca es estatizar la salud.
La historia reciente lo demuestra. En enero de 2024, el Gobierno nombró a Aldo Cadena como gerente de Nueva EPS, un movimiento político interpretado como la antesala de la intervención. Su designación, marcada por su cercanía con el Presidente, despertó amplias críticas en el sector.
Pese a ese nombramiento, la EPS terminó intervenida pocos meses después y en abril de 2024 asumió como primer interventor Julio Alberto Rincón, en medio de denuncias de malversación y deudas ocultas. Su gestión se convirtió en el inicio de una etapa de inestabilidad que no se ha resuelto hasta hoy.
En noviembre de 2024 fue designado Bernardo Camacho mediante un mecanismo excepcional, justo cuando crecían las presiones por auditorías forenses y la crisis financiera se hacía más evidente. Su llegada, lejos de aportar claridad, mantuvo la incertidumbre en torno a la gobernanza y la transparencia de la EPS.
Finalmente, en agosto de 2025, la Superintendencia nombró a Gloria Libia Polanía como interventora. Su designación desató un escándalo: el concejal Daniel Briceño denunció que no había aprobado el examen de conocimientos exigido a los interventores inscritos en el registro RILCO. Aunque la norma permite nombramientos excepcionales, el costo político fue enorme. Medios y redes amplificaron la denuncia, reforzando la narrativa de un nombramiento político sin meritocracia. Para prestadores y proveedores, su llegada implicó inseguridad en la interlocución y dudas sobre la estabilidad de sus decisiones, justo cuando más se requería confianza.
A esta inestabilidad se suman las medidas cautelares que la Superintendencia de Salud se vio obligada a imponer en agosto de 2025: depurar más de 39.000 reclamaciones acumuladas, procesar 15,5 millones de facturas represadas por más de $11,56 billones y regularizar anticipos no legalizados que habían crecido 199% en apenas catorce meses. Medidas desesperadas para contener un caos que nunca debió escalar a este nivel. Y como si fuera poco, el Consejo de Estado admitió una demanda contra la legalidad misma de la intervención, generando una peligrosa inseguridad jurídica que multiplica la incertidumbre de pacientes y proveedores.
En medio de esta tormenta, el presidente de Colsubsidio anunció públicamente su intención de transferir su participación en Nueva EPS. Aunque aún no se ha materializado, ese solo anuncio anticipa lo que podría ser una nueva concentración de poder en manos del Estado. Hoy, la composición accionaria de la EPS es la siguiente: el Gobierno ya controla el 43,3%, mientras que las cajas de compensación poseen el 56,7% restante. Si Colsubsidio concreta su anuncio, el Estado alcanzaría una mayoría absoluta del 61,5%. Y si más cajas siguen el mismo camino, podría llegar a controlar hasta el 80% del capital accionario.
Los escenarios son evidentes. En el corto plazo, con la mayoría estatal consolidada, el Gobierno no solo tendría el poder de decisión, sino que asumiría también la deuda y las fallas operativas (en teoría, no necesariamente en la práctica). En el mediano plazo, si más cajas entregan su participación, Nueva EPS se convertiría en el primer laboratorio práctico de la reforma, con un riesgo altísimo de que la “bola de nieve” financiera se vuelva inmanejable y arrastre al sistema entero. Y si algunas cajas se resisten, se abriría un escenario de incertidumbre prolongada, con tensiones entre accionistas, decisiones bloqueadas, proveedores presionados y millones de pacientes atrapados en un modelo fragmentado.
El espejo que la Contraloría nos pone al frente refleja un sistema quebrado. Pero lo más grave es que, mientras el Gobierno posa frente a ese reflejo roto, los pacientes pagan el precio con su vida. La muerte de Maritza Ramírez es una de tantas, pero es también el símbolo de un modelo que ha dejado de proteger y ha comenzado a condenar. Cada anticipo sin legalizar, cada deuda no resuelta, cada medicamento que no llega, no son simples fallas administrativas: son vidas humanas arrebatadas por negligencia. Y eso, más que un error, es una tragedia nacional.
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