En la formación intelectual y académica de Juan Luis Mejía la desaparecida librería Continental ocupa el lugar de las nostalgias. “Allá trabajaba un compañero de mi edad, Juan Guillermo Vega, que acababa de regresar de España, donde había estudiado librerías y hecho sus prácticas en Alianza Editorial, la misma que después lanzó la colección Alianza Bolsillo. Nos convertimos en muy buenos amigos”, dice Mejía en una entrevista que le dio a EL COLOMBIANO con motivo del lanzamiento de Las siete vidas del libro. Librerías y libreros de Medellín, un trabajo histórico que pone la lupa en las librerías de Medellín, esos lugares de tertulia, debate y encuentro.
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Publicada por la editorial Grámmata, la obra responde a una investigación que Mejía ha desarrollado durante varios años. De alguna manera este libro es, en palabras del autor, una prolongación de El hilo que teje la vida, su anterior trabajo centrado en la vida cultural de Medellín y de Antioquia. “Quisimos rendir un homenaje a ese oficio tan callado y al mismo tiempo tan esencial”, señaló. “La historia cultural de Medellín no puede entenderse sin las librerías, que fueron mucho más que sitios de venta: fueron centros de conversación, de circulación de ideas y de estímulo a la creación literaria”.
El volumen reconstruye las distintas etapas por las que ha pasado el comercio y la circulación de libros en Medellín. La primera se remonta al siglo XVIII, cuando los títulos llegaban a través de comunidades religiosas y se albergaban en sus bibliotecas. A finales de ese siglo ya circulaban ideas ilustradas, como lo testimonian autores de la época, entre ellos José Manuel Restrepo.
El comercio formal del libro, sin embargo, comenzó hacia 1835. Los primeros vendedores eran comerciantes de bienes diversos que incluían en sus importaciones textos franceses traducidos al español. La difusión también se dio mediante los folletines en prensa, que trajeron a Medellín a autores de la talla de Dickens, Balzac, Dumas o Verne, en un formato seriado que mantenía cautivo al público lector. “Muy parecido a lo que décadas más tarde serían las radionovelas y las telenovelas”, dice Mejía.
Entre los libreros más recordados destaca Antonio José Cano, conocido como “el Negro Cano”, quien desde 1901 hasta su muerte en 1942 convirtió su librería en un epicentro cultural. Allí se reunían tertulias en las que se discutía literatura, política y música. Cano, traductor del francés y violinista aficionado, introdujo buena parte de la narrativa europea en el medio local.
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Las librerías también propiciaron momentos decisivos para la literatura antioqueña. Mejía recuerda, por ejemplo, la tertulia en la que Tomás Carrasquilla fue retado a escribir una novela. De ese reto surgió Frutos de mi tierra (1896), considerada el inicio de la novela antioqueña. Toda esta vida cultura, registrada en la cantidad de librerías y en las obras literarias que circularon en la región, desmiente la frase que ha hecho carrera en la historiografía colombiana que dice que en Antioquia las letras de cambio eran las únicas que se conocían. “He querido demostrar que al lado de los que contaban dinero, había otros que contaban cuentos”, dice Mejía, subrayando cómo estas dinámicas contrarrestan el tópico de que Antioquia era únicamente una región mercantil.
A lo largo del siglo XX, Medellín llegó a tener una gran concentración de librerías. Según Mejía, en las décadas de 1930 y 1940 había más de 15 en un radio de 500 metros alrededor del Parque Berrío. Entre ellas, se recuerdan La América, La Continental, La Científica y la Aguirre. Esta última se convirtió en un punto de referencia para los nadaístas, quienes encontraron allí literatura existencialista y revistas europeas.
En paralelo, funcionaban también librerías de alquiler que ofrecían novelas por centavos al día, lo que permitió que comunidades de bajos recursos accedieran a la lectura. “Hubo incluso lo que llamo analfabetos ilustrados: personas que no sabían leer, pero escuchaban las lecturas en voz alta de folletines o novelas francesas”, explica el autor.
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Con el deterioro del centro de Medellín a finales del siglo XX, muchas de las librerías tradicionales desaparecieron. Sin embargo, surgieron nuevos formatos en la periferia: librerías-café, librerías en museos o espacios culturales y cadenas nacionales como Panamericana y la Nacional.
Un fenómeno destacado en las últimas dos décadas ha sido la irrupción de mujeres libreras que han abierto proyectos del tipo de Al Pie de la Letra, Exlibris y otras. Estas propuestas combinan la venta de libros con servicios de cafetería, actividades culturales y ventas en línea, lo que amplió las posibilidades de acceso al libro en la ciudad y el oriente antioqueño. Muchas de ellas siguen el legado de Aurita López, el alma de la librería Aguirre.
Esa presencia femenina también ha tenido su correspondencia en las editoriales independientes. No en vano las mujeres están al frente de Tragaluz, Angosta y Sílaba, entre otras.
El título Las siete vidas del libro hace referencia, según Mejía, a la capacidad de este objeto cultural para sobrevivir a múltiples revoluciones tecnológicas. “Al libro lo hemos declarado muerto muchas veces: cuando apareció el computador personal, cuando surgieron los CD-ROM, cuando llegaron los audiolibros. Sin embargo, sigue vivo y conserva una relación única con todos los sentidos”, señala.
El autor recordó que, a diferencia de la música o la fotografía, que cambiaron drásticamente con la digitalización, el libro ha resistido, se ha adaptado a nuevos soportes sin perder vigencia. “No hay nada comparable a un libro recién salido de la imprenta o a un ejemplar antiguo con olor a pretérito”, expresa.