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Macnelly Torres y 100 niños Embera: la inolvidable lección de fútbol y vida en la única cancha de Dabeiba

Cien niños hicieron parte de un campamento de fútbol organizado por Bancolombia este miércoles. Entre este día y el jueves habrá 420 beneficiados.

15 de octubre de 2025
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En Dabeiba, Antioquia, solo hay una cancha de fútbol. Queda en el barrio Víctor Cárdenas, zona de casas de ladrillo expuesto y desde el que se ven, como paredes, todas las montañas que rodean el lugar conocido como “La Puerta del Urabá”, por ser el sitio donde finaliza el occidente del departamento e inicia la zona bananera y costera, en Mutatá.

El escenario deportivo se llama Guillermo Madrid Higuita. Está a pocos metros del Río Sucio, que atraviesa la población. Es de un césped sintético que, con el calor sofocante del mediodía, se calienta de manera insoportable y, tranquilamente, podría quemarle la piel a cualquier deportista que, por ejemplo, haga una barrida.

El estadio está rodeado por una pista de atletismo roja de cinco carriles que de lejos contrasta perfecto con el verde opaco del césped. Por lo menos así se veía al mediodía del miércoles, cuando 100 niños de la comunidad indígena Embera Katío llegaron al entrenamiento de un campamento organizado por Bancolombia y dirigido por el exfutbolista barranquillero Macnelly Torres, jugador de la Selección Colombia en varios procesos de eliminatorias y campeón de Copa Libertadores en 2016 con Atlético Nacional.

“Mac”, como es conocido, estaba parado en el centro de la cancha con gorra, sudadera y licra negra para protegerse del golpe fuerte del sol, y encima llevaba una camiseta amarilla con su nombre en la espalda, mientras los menores, de entre 6 y 16 años, esperaban afuera la orden de los organizadores del evento para ingresar.

Macnelly Torres comparte con los niños de Dabeiba en una jornada que, confesó, será inolvidable para él. FOTO MANUEL SALDARRIAGA
Macnelly Torres comparte con los niños de Dabeiba en una jornada que, confesó, será inolvidable para él. FOTO MANUEL SALDARRIAGA

Un encuentro de inclusión

La entrada a la cabecera municipal de Dabeiba es estrecha. Desde la vía que lleva al mar antioqueño se ven, a un lado, las casas de todos los colores y la punta blanca de la parroquia que queda en el parque principal, cuya puerta es una reja que al acercarse permite ver las bancas de madera clara y el crucifijo del interior, enquistado en un altar donde en algún momento se lloraron miles de muertos por la violencia del Conflicto Armado.

Para llegar a la cancha de fútbol hay que bajar, durante un par de minutos, en moto, o carro, por un camino destapado que lleva hacia el borde del río. Junto al afluente de agua hay una típica caseta de pueblo en la que suena música a todo volumen –cuando llegamos era vallenato– y en la que campesinos se protegen del sol mientras toman cerveza.

Al frente, junto a una placa de concreto en la que se juega microfútbol, se ven cientos de miembros de la comunidad Embera sentados a la sombra de los árboles. Algunas mujeres llevan su traje típico: vestidos largos, sueltos, de colores vivos, que combinan con manillas y pecheras que llaman la atención al ojo. Los hombres, por su parte, visten camisetas abiertas en el pecho que dejan ver sus pieles morenas. Todos esperan a sus hijos, que contentos, patean un balón.

De acuerdo con datos de la Gobernación de Antioquia, los indígenas Embera son el 21.1 % de la población de Dabeiba. El municipio tiene 11 resguardos y 41 grupos. Casi todos quedan en las montañas. Algunos a pocos minutos en moto. Esos mismos, a horas en carro, por la dificultad del terreno. En el municipio también hay zonas, las más alejadas, que están a 3 o 4 días caminando en condiciones agrestes por el monte y pasando ríos que, cada que llueve, se crecen.

De uno de esos lugares llegaron los 100 jóvenes que, en las escaleras contiguas a la cancha de fútbol, calentaban a las órdenes de un grupo de entrenadores que dirigen el campamento, casi todos caribeños. Los niños hacían skipping. Primero despacio. Después rápido. Terminaron. Les dieron las indicaciones para que hicieran una fila para ingresar al estadio en dos hileras, como lo hacen los futbolistas profesionales.

Pasaron por debajo de un arco, como los que ponen en los estadios. Llegaron al centro de la cancha. Ahí los esperaba Macnelly Torres. El futbolista les dio la bienvenida. Les recordó que jugó en la Selección Colombia y que, en algún momento, tuvo el sueño de ser profesional como ellos.

“Esta labor de formador me parece muy bonita. Me llena mucho. Uno, en el fútbol profesional, vive en una burbuja y aquí se encuentra con otra realidad. Me llena mucho estar en esta labor. Además, también conocer lugares que en mi carrera no conocí y ayudar a formar nuevas personas”, aseguró Torres en conversación con este diario.

El fútbol democratiza

Los niños están adentro. Se dividen en grupos. Mientras les dan las indicaciones, el entrenador Aurelio Majoré, indígena katío que trabaja con la administración municipal entrenando fútbol con los jóvenes de las comunidades en sus territorios, y que el año pasado aportó 5 jugadores al equipo indígena que jugó en Baby Fútbol en Medellín, traduce las palabras a los niños que no entienden español.

“En las comunidades, sobre todo en las que están muy adentro de la montaña, pasa mucho que no hablan sino la lengua embera”, asegura el entrenador, quien tiene 31 años y en su juventud jugó fútbol.

Los niños entrenan. Lo hacen a pesar del sol. Tampoco les interesa lo caliente que está la grama. Menos que la mayoría no tiene guayos. Muchos tienen tenis. Un número alto se divide entre chanclas, crocs o las botas pantaneras que usan en sus lugares de residencia. Nada de eso interesa. Lo único relevante es que están jugando fútbol y se divierten mientras lo hacen.

En la cancha, todos son iguales: hay una democratización de la alegría. Cuando termina el entrenamiento, antes del inicio de una lluvia que hace que el río se crezca y empiece a sonar muy duro, reciben un balón firmado por Macnelly Torres, quien durante la práctica se metió en varios grupos a jugar con ellos y se despide de cada uno con un abrazo.

Luego se van para sus casas. Muchos salen a la carretera que pasa frente al parque municipal y se montan en mototaxis que en Medellín tendrían sobrecupo. Algunos otros caminan, por la cabecera urbana, pivotando sus balones. Otros van a la placa que queda frente a la iglesia y no lo patean, sino que lo pivotan como en baloncesto.

Todos se preparan para salir del “sueño que vivieron” y regresar a su realidad. Sin embargo, en Dabeiba, donde solo hay una cancha de fútbol, este deporte se ha convertido en motivo de esperanza, alegría e inclusión, para los niños de la comunidad Embera Katío. Aquí ya no existen límites, ni están segregados. Patear un balón los ha puesto a soñar con un futuro mejor para ellos y en sus territorios.

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