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“México es la dictadura perfecta”, afirmó Mario Vargas Llosa en 1990, en vivo en uno de los principales canales de la televisión mexicana, durante un debate que reunió a varias figuras notables de la intelectualidad latinoamericana, entre ellas el mexicano Octavio Paz, quien recibiría el Nobel ese mismo año, un reconocimiento que Vargas Llosa no obtendría sino hasta dos décadas después.
“Es la dictadura camuflada, de tal modo que puede parecer no ser una dictadura, pero tiene, de hecho, si uno escarba, todas las características de una dictadura”, continuó Vargas Llosa, mientras compartía pantalla con una toma de un Octavio Paz visiblemente incómodo.
Era 1990 y Vargas Llosa denunciaba sin pelos en la lengua, en su propia casa, al PRI: el partido hegemónico en México desde principios del siglo XX, que aún ostentaba —aunque ya con algunas leves fisuras— el poder en su plenitud. Salinas de Gortari, entonces presidente, había sido elegido en 1988 entre serias acusaciones de fraude, y era el decimocuarto mandatario consecutivo desde Plutarco Elías Calles cuyo origen podía rastrearse al PRI. Aún faltaba una década para que se rompiera esa hegemonía.
Y, aun así, Vargas Llosa —quien pocos meses antes había sufrido su gran frustración política al quedar en segundo lugar en las elecciones presidenciales del Perú, ampliamente superado por Fujimori— continuó, como siempre, sin temor.
Pero no fue por esta faceta más política por la que conocí a Vargas Llosa —esa admiración llegó mucho después—, sino por su verdadera vocación: la de novelista. Porque el Nobel peruano es, probablemente, el autor al que más le debo en mi afición por la literatura: pocos escritores de su talla se leen con la facilidad y el ritmo de cualquier prefabricado best-seller.
Fue cuando todavía estaba en décimo, en el colegio, que descubrí La Fiesta del Chivo, su novela sobre la dictadura de Trujillo en República Dominicana, y desde ahí quedé atrapado en la adicción. No me había graduado del colegio cuando ya me había leído también La ciudad y los perros, Los cachorros/Los jefes, Travesuras de la niña mala. Le siguieron otros libros durante la universidad, donde mi apego se fue diluyendo entre otros nombres, pero nunca olvidando su huella: así como dicen que la marihuana es la puerta de entrada a otras drogas, Vargas Llosa fue mi puerta de entrada a muchos otros autores.
Y ahora que, con motivo de su muerte, las redes se inundan de videos e historias —como su crítica a la dictadura en México, sus intervenciones como candidato presidencial contra un Fujimori que terminó en el autoritarismo, o esa entrevista en la que se niega a responder si preferiría vivir en Cuba o en la Venezuela de Maduro, o en el Chile de Pinochet, porque parte de una premisa errónea: que existen “dictaduras menos malas”—, creo que por fin entendí que, más allá de su estilo narrativo maravilloso, había algo en común entre ese Vargas Llosa novelista que tanto me cautivó y el intelectual que descubrí después: su pasión por los valores del liberalismo y su lucha contra todos los tipos de despotismo. Una postura que le costó caro ante un público —y unos colegas del Boom— que durante décadas coquetearon con la utopía que prometía la Revolución Cubana.
Luego de enterarme de su muerte, salí a buscar La guerra del fin del mundo, una de sus grandes novelas que todavía tenía en deuda. Pasé por dos librerías en Medellín, llamé a otro par: en todas, agotado. Hubo que recurrir hasta El Licenciado, en Llanogrande, para encontrarlo. Y aquí, con su libro al lado, queda por hacer con Vargas Llosa —con quien, lejos de querer “separar la obra del artista”, prefiero juntarlas— lo mejor posible para conmemorar su vida: disfrutar su obra.