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Quizás también tememos el silencio porque amenaza al ego, que necesita afirmarse todo el tiempo. El silencio exige rendición, humildad, soltar el control.
Por Aldo Cívico - @acivico
Lucas, un amigo argentino, vive desde hace muchos años como miembro de una comunidad católica. A lo largo de su experiencia, ha profundizado cada vez más en las formas de oración contemplativa, privilegiando la meditación y el silencio.
En una de nuestras conversaciones recientes me confesaba que la inclinación por la mística y la contemplación siempre había estado presente en él. No se trataba de una fascinación por una técnica en particular, sino de un deseo genuino de experimentar una unión más profunda con Dios. En otras palabras, era la elección de un estilo de vida, de una manera de ser y, en consecuencia, de comprender la existencia.
—¿El riesgo —le pregunté durante su reciente visita a Medellín— no es refugiarse en un intimismo con Dios? Por el contrario, me respondió Lucas, “es en la oración contemplativa donde encuentro la fuerza para estar atento, abierto y dispuesto a acoger al prójimo en las relaciones interpersonales”. El jesuita Javier Melloni, antropólogo y reconocido maestro de la espiritualidad contemporánea —mentor de mi amigo—, subraya que la oración contemplativa es un acto de apertura y escucha. “Recogerse en la profundidad del corazón, allá donde la Fuente está esperando a darse”, escribe Melloni.
La experiencia de mi amigo contrasta con la de la mayoría de nosotros, sumergidos en un estruendo permanente. Hoy es difícil encontrar un restaurante que no esté bombardeado por música. Desayunamos, trabajamos y conducimos con la radio, los podcasts o la música encendidos de fondo. La relación compulsiva que mantenemos con el teléfono y la exposición constante a la sobreinformación son ejemplos del ruido al que nos sometemos. Incluso en las iglesias cuesta encontrar silencio. En una iglesia cerca de Provenza, a la que voy de vez en cuando, los cantos están acompañados por bases musicales con batería y percusión; las homilías son largas y no hay un momento de pausa que favorezca la contemplación y la unión con Dios. Todo es ruido. ¿Por qué le tenemos tanto miedo al silencio?
Quizás porque el silencio nos expone a las razones de nuestra hiperactividad, con la que anestesiamos nuestra ansiedad colectiva. Porque desnuda nuestra vida emocional cargada de frustraciones, miedos y tristezas. Tal vez nos atemoriza dejar de ser autómatas en el engranaje de la hiperproducción y nos obligaría a tomar conciencia de que somos humanos y no máquinas.
Por ende, nos invitaría a asumir responsabilidad por nuestra vida y a cuestionar cómo ejercemos nuestra libertad. Quizás también tememos el silencio porque amenaza al ego, que necesita afirmarse todo el tiempo. El silencio exige rendición, humildad, soltar el control. Pero, ¿cómo cambiaría nuestra vida personal y la de nuestra sociedad si le diéramos una oportunidad al silencio? Intuyo que se abriría un camino de regreso a nosotros mismos, a nuestra esencia. Por eso, experiencias como la de mi amigo Lucas se vuelven un espejo. Nos recuerdan que, si así lo queremos, es posible sanarnos del cáncer del ruido en el que hoy vivimos, y de esta manera tener una vida más auténtica.