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Enfrentó al terrorismo con autoridad, recuperó la seguridad y devolvió algo que parecía perdido: la confianza en el futuro.
Por Luis Diego Monsalve - @ldmonsalve
El fallo de primera instancia que condena al expresidente Álvaro Uribe por los delitos de fraude procesal y soborno genera una profunda conmoción en la opinión pública: nunca antes un expresidente de la República había sido juzgado y condenado en un tribunal ordinario. Pero más allá de lo jurídico, este episodio pone sobre la mesa una pregunta fundamental: ¿estamos ante un acto de justicia o ante una forma disfrazada de venganza política?
Admiro profundamente a Uribe, pero reconozco que en su larga carrera política pudo haber cometido errores. Nadie que haya ejercido el poder durante tantos años, y en un país tan complejo como Colombia, está exento de tomar decisiones que luego se juzgan con otra óptica. Pero una cosa es eso, y otra muy distinta es afirmar que Álvaro Uribe Vélez haya cometido delitos. No lo creo.
A comienzos de este siglo, Colombia estaba al borde del abismo. Los grupos armados ilegales se habían tomado amplios territorios del país, la economía estaba en crisis, y la ciudadanía vivía entre el miedo y la resignación. Fue Uribe quien, con decisión y coraje, se enfrentó a los actores violentos que tenían a Colombia sometida, y también a muchos de quienes —desde tribunas ideológicas o incluso institucionales— les brindaban justificaciones o apoyos solapados. Enfrentó al terrorismo con autoridad, recuperó la seguridad y devolvió algo que parecía perdido: la confianza en el futuro.
Ese liderazgo firme, sin concesiones, le granjeó admiración entre muchos, pero también enemigos tenaces. Enfrentó a poderosos intereses y desmanteló alianzas oscuras. No es raro entonces que sus enemigos hayan querido ajustar cuentas, usando incluso los estrados judiciales como campo de batalla. La historia está llena de casos en los que los vencedores en lo político luego son juzgados por quienes no pudieron derrotarlos en las urnas.
El proceso judicial contra Uribe ha estado marcado por la controversia desde su origen. Basta recordar que todo se inició por una denuncia que él mismo presentó, y que terminó convertido en acusado. A lo largo de los años se han conocido filtraciones, decisiones cuestionables y actuaciones de dudosa imparcialidad. Y ahora, tras años de proceso, la juez de primera instancia profiere una condena sin una “prueba reina” que demuestre que él, de manera consciente y deliberada, ordenó manipular testigos.
Sí, es cierto que Uribe tiene un estilo personal que raya con la micro gerencia. Ha querido seguir de cerca procesos que lo involucran, defender su nombre con vehemencia, y tal vez, en ese afán, haya confiado en abogados poco ortodoxos o equivocado el tono. Pero eso no lo convierte en delincuente. Y es precisamente esa línea delgada la que debió ser valorada con máximo rigor por una justicia que tiene entre sus deberes no solo sancionar, sino también evitar que sus fallos sean percibidos como vendettas políticas.
Por eso, confío en que el Tribunal Superior de Bogotá, en segunda instancia, revise con objetividad este caso, con sentido de justicia y sin presiones de ningún tipo. Porque lo que está en juego no es solo el futuro jurídico de un expresidente, sino también la credibilidad misma del sistema judicial. Si detrás de ese fallo no hay certezas sino conjeturas, si no hay pruebas sino interpretaciones, no estamos avanzando hacia un Estado de derecho más sólido, sino retrocediendo hacia un terreno peligroso donde la justicia se convierte en un arma política.
A quienes vivimos y conocimos de cerca lo que significó su gobierno, este fallo nos duele. Y nos duele no por ceguera ideológica, sino porque sabemos que un país no puede construir su futuro desmantelando el legado de quienes lo sacaron del caos.