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En esa presentación en el teatro Alhambra que los guionistas y directores Mehdi Idir y Grand Corps Malade escogen como el gran punto de giro en la carrera de Charles Aznavour, la canción con la que el popular cantante francés de origen armenio se gana por fin al público de París es Je m’voyais déjà, un recuento de las peripecias que ha tenido que vivir para llegar a ese momento y una declaración de principios: “tengo ideas, conozco mi oficio y todavía creo en él”, dice uno de sus versos.
A Nelly, la mamá de una amiga, no le gusta leer esta columna, porque se pregunta demasiadas veces mientras lo hace de qué carajos habla este texto, por qué no puedo ser claro y sencillo, como otros columnistas. Se me ocurre ofrecerle disculpas por los malos ratos y excusarme por la forma en la que intento construir estos párrafos, Nelly, pidiéndole que vaya a cine a ver Monsieur Aznavour, esta más que competente película biográfica donde apreciará el enfoque que sus creadores le han dado, presentándonos a Aznavour sobre todo como un hombre que persistió, convencido de su valía como cantante y compositor, y que a pesar de críticas feroces insistió en esa manera suya de usar su voz ronca, de hacer ciertos gestos con sus brazos, de terminar de vestirse en el escenario. Porque eso es lo que hacemos los que intentamos tener una audiencia, Nelly, ya sea en la pintura y en la música, escribiendo novelas o columnas: hacer lo que creemos que es lo mejor, con las pocas o muchas habilidades que tengamos. Que lo logremos, si en verdad lo intentamos con toda nuestra dedicación, ya no depende de nosotros.
Si le gusta la música de Aznavour, Nelly, no se va a aburrir, porque los realizadores han sabido llenar el metraje con números musicales que van desde las canciones que el padre de Aznavour cantaba para sus amigos, otros armenios que habían huido de Turquía para escapar del genocidio a comienzos del siglo XX, hasta un compendio de presentaciones con la imagen real del cantante, ya en sus últimos años, para cerrar la película. Tenía que estar cargada de música la vida en cine de un tipo que escribió más de mil canciones, vendió casi 200 millones de discos y supo cantar en más de seis idiomas. Con Aznavour, a diferencia de lo que ocurre con otros, hay pocos escándalos y una cantidad tan enorme de logros y de trabajo que la película inevitablemente se queda corta, aunque alcance a mostrarnos sus años como asistente de Edith Piaf, su temerario primer viaje a Estados Unidos, o sus tragedias familiares.
Lo que merece todos los aplausos es la forma en que Tahar Rahim logra perderse en el personaje. Los que han seguido su carrera desde Un profeta no reconocerán estos nuevos gestos, esta forma de sonreír, que con la ayuda de un maquillaje asombroso, le permite ser Aznavour, más que parecerse a él. Ser él, con su seguridad en sí mismo y con la terquedad de hacer las cosas a su manera, Nelly. Ser él como mejor pudo, como intentamos todos, para que la audiencia esté dispuesta siempre a escuchar otra vez o a leernos de nuevo.