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La promesa de un Estado que cada vez otorga más subsidios y beneficios se enfrenta a la dura realidad de que la plata tiene que salir de algún lado.
El primer ministro francés, François Bayrou, en una entrevista la semana pasada volvió a encender el debate del grave problema fiscal que ha acumulado su país: Los jóvenes, dijo, “tendrán que pagar la deuda por el resto de sus vidas. Y les hicimos creer que debería aumentar aún más. Genial, ¿no te parece? Todo por la comodidad de los partidos políticos y de quienes llamamos ‘boomers’, que, al fin y al cabo, están conformes con ello”.
Bayrou se refería a la irresponsabilidad de una generación que endeudó a Francia a un punto que pone en peligro sus finanzas, y de los políticos que se acostumbraron a financiar su modelo de bienestar, la estabilidad y comodidad, sin importar el aumento del déficit. Francia —y Europa en general— parece atrapada en un círculo vicioso: todos reconocen el desequilibrio de las finanzas públicas, pero nadie asume el costo político de corregirlo.
La disfunción no es nueva, pero en el caso francés ha alcanzado un clímax. Desde que Emmanuel Macron disolvió la Asamblea Nacional para intentar recomponer la gobernabilidad, el país quedó en manos de gobiernos provisionales, mayorías efímeras y consensos imposibles. Bayrou es ya el cuarto primer ministro desde 2024. Y si cae tras la moción de confianza del 8 de septiembre, será otra víctima del laberinto institucional que impide abordar la raíz del problema.
La situación fiscal francesa es crítica. Con una deuda superior al 114% del PIB y un déficit del 5,8%, Bayrou propuso un ajuste de 44.000 millones de euros: recortes en pensiones, eliminación de feriados e impuestos a los más ricos. Medidas impopulares que suscitaron la reacción previsible: la oposición lo acusa de declarar la guerra al modelo social francés. Pero es precisamente ese modelo, cada vez más costoso y menos sostenible, el que empuja al abismo las cuentas públicas. El gobierno francés gasta el 57% del PIB, uno de los niveles más altos del mundo.
En teoría, ese gasto refleja un Estado de bienestar robusto; en la práctica, configura una estructura hipertrofiada cada vez más difícil de financiar. Muchos admiten que no se puede seguir gastando como si el dinero fuera infinito; pero, al mismo tiempo, saben que recortar provocaría protestas masivas en las calles.
Aun sin huelgas, Francia ya está bloqueada. El problema, en última instancia, no es económico sino político. La fragmentación parlamentaria, la pérdida de credibilidad institucional y el descrédito de la clase dirigente impiden cualquier reforma estructural. Bayrou ha dicho lo que nadie quiere oír: no se puede vivir eternamente del subsidio ni de la ilusión de que alguien más pagará la cuenta. Su caso ilustra un dilema más profundo: las democracias europeas parecen haber perdido la capacidad de hacer reformas impopulares, aun cuando saben que no hacerlas es peor.
La desconfianza creciente de los mercados frente a la situación fiscal de Francia y otros países europeos ya se refleja con fuerza en sus bonos soberanos. Esta semana, el rendimiento de los títulos franceses a 30 años superó el 4,5%, su nivel más alto desde la crisis financiera global de 2009: señal clara de que los inversionistas están exigiendo un porcentaje mayor para prestarle al Estado francés. Hoy Francia paga por su deuda tasas similares a las de Italia o Grecia, naciones que hace una década eran vistas como los más tóxicos del bloque. El fenómeno no se limita a Francia: Alemania, Países Bajos y el Reino Unido también han visto cómo los rendimientos de sus bonos de largo plazo alcanzan máximos no vistos desde la crisis del euro o incluso desde finales de los noventa.
Todo parece síntoma del agotamiento del modelo europeo de bienestar. Alemania, por ejemplo, enfrenta una bomba demográfica y un sistema de pensiones cada vez más difícil de sostener. El Reino Unido ya paga más por intereses de la deuda que por su sistema de justicia o de transporte. Estos países —durante décadas referentes de estabilidad y prosperidad— parecen vislumbrar el final de un pacto social que fue referente para otras latitudes, incluida América Latina.
Sin embargo, más allá de las características particulares de los países europeos, lo que está viviendo Francia es una historia que pronto enfrentarán países que llevan décadas aumentando su gasto público, como es el caso de Colombia desde la Constitución de 1991. Como referencia, la tensión entre los franceses se da con un déficit fiscal que se proyecta por debajo del 6%, mientras que en Colombia el déficit podría culminar en 2025 en 7%.
La promesa de un Estado capaz de resolver todos los problemas de sus ciudadanos, cada vez con mayor capacidad de otorgar subsidios y beneficios, se enfrenta a la dura realidad de que la plata tiene que salir de algún lado: una factura que no parece tener tope y que, como lo afirmó Bayrou, en Francia y en todo el mundo, heredarán los más jóvenes. Pagarán con sudor y lágrimas la comodidad de sus padres.