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La vida de película de Mujica: 6 balazos, 13 años preso y el legado del “presidente más pobre”

El expresidente uruguayo Pepe Mujica falleció este martes 13 de mayo a los 89 años tras una prolongada lucha contra el cáncer.

  • El expresidente uruguayo Pepe Mujica falleció a los 89 años. FOTO: GETTY
    El expresidente uruguayo Pepe Mujica falleció a los 89 años. FOTO: GETTY
12 de mayo de 2025
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La vida de José Mujica pareció sacada de una novela. La escritora uruguayo-estadounidense Carolina De Robertis lo convirtió en protagonista de la obra de ficción El presidente y la rana, que retrata de forma íntima al hombre que desafió la lógica de la política tradicional desde una filosofía construida en el encierro y la soledad. Pero más allá del relato literario, la figura real de Mujica conserva la fuerza de lo simbólico: fue un insurgente marxista que terminó gobernando el país que lo encarceló durante más de una década. Sobrevivió hace 50 años a seis balazos; el delirio casi lo consumió cuando estuvo preso durante la dictadura y, al final, un cáncer de esófago, con metástasis en el hígado, lo mantuvo exhausto los últimos meses de su vida. Ya se había despedido consciente de que el agotamiento por la enfermedad al final lo superaría. Falleció este 13 de mayo, a siete días de cumplir 90 años.

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A finales de los 60, cuando América Latina ardía en revoluciones, Mujica lideraba a los Tupamaros, un grupo guerrillero urbano que creía que con acciones audaces y delictivas —como asaltos a bancos o secuestros con fines políticos— podía despertar a un pueblo dormido y empujar al país hacia un nuevo orden. Con un enfoque radical y una fe casi mística en el poder del sacrificio, los Tupamaros se convirtieron en la vanguardia ideológica de una izquierda convencida de que la insurrección era el único camino.

Pero la historia tomó otro rumbo. La represión estatal fue feroz. Mujica fue capturado tras recibir seis disparos y pasó más de una década en prisión, sometido a condiciones brutales, entre sus 37 y 50 años: aislamiento extremo, encierro subterráneo, interrogatorios constantes. Fue uno de los llamados “rehenes” del régimen militar uruguayo, prisioneros usados como moneda de cambio bajo amenaza de muerte. Con su movimiento derrotado y una dictadura implacable en el poder, la esperanza se diluyó. “La esperanza era la piel que había sido desollada”, dijo alguna vez.

En la novela de De Robertis, ese momento de quiebre psicológico se traduce en un diálogo con una rana imaginaria. Una conversación que, aunque ficticia, se ancla en testimonios reales del propio Mujica, quien habló sin tapujos de su salud mental deteriorada, de la paranoia, de las alucinaciones auditivas y de los intentos por reconstruir su mente rota desde lo más profundo del encierro.

Liberado en 1985 con el fin de la dictadura, Mujica eligió un camino inesperado: se sumó a la política institucional. Fundó el Movimiento de Participación Popular (MPP), que se integró a la coalición de izquierda Frente Amplio. Con una retórica cercana, un estilo campechano y un discurso honesto, fue conquistando el corazón de los uruguayos.

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En 2010, con 75 años, llegó a la presidencia del país, no como el político tradicional, sino como el “viejo rebelde” que vivía con su esposa Lucía Topolansky en una humilde chacra, cultivaba flores y manejaba un viejo Volkswagen Escarabajo. Rechazó la residencia oficial, donaba gran parte de su salario y convirtió la sobriedad en una declaración de principios. Fue así como nació el apodo que le dio la vuelta al mundo: “el presidente más pobre”.

José Mujica nació el 20 de mayo de 1935 en Montevideo, en una familia de clase media baja. Su madre, de ascendencia vasca, fue una mujer trabajadora, y su padre, un pequeño productor rural, murió cuando Pepe tenía seis años. Desde joven se vinculó con los movimientos políticos de izquierda.

Foto: Getty Images
Foto: Getty Images

En los 60 se unió al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una organización guerrillera urbana inspirada en la Revolución Cubana y en las ideas de lucha contra la desigualdad social.

Mujica fue encarcelado en cuatro ocasiones y logró escapar dos veces de la prisión de Punta Carretas, en Montevideo. En total, pasó casi 15 años tras las rejas, siendo su último y más largo encierro de 13 años, entre 1972 y 1985. Años después, él mismo relataría que en esos tiempos aprendió a dialogar consigo mismo y a valorar las cosas más sencillas.

Aquella experiencia sería una de las claves para entender su actitud despojada frente al poder. “Aprendí que no se necesita mucho para ser feliz. La felicidad está en tener pocas necesidades”, dijo en una de sus muchas entrevistas internacionales, mientras vivía en su chacra a las afueras de Montevideo con su esposa, sin escoltas ni lujos y un perro con tres patas.

Pero su valor político no estuvo solo en su modo de vida. Durante su gobierno, Uruguay se convirtió en pionero en América Latina al legalizar el matrimonio igualitario, despenalizar el aborto y regular la producción y venta de marihuana. Si bien estas medidas lo convirtieron en un referente del progresismo, Mujica siempre restó importancia al impacto ideológico de su mandato. Prefería hablar de sentido común, de convivencia y de la necesidad de “ser un poco más humanos”.

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“No legalizamos la marihuana por amor a la marihuana, sino por combatir al narcotráfico y proteger a la gente”, explicó en su momento. Su enfoque fue pragmático: prefería enfrentar los problemas sociales con soluciones audaces y humanas, más que con represión.

También impulsó políticas sociales centradas en la redistribución de la riqueza y el fortalecimiento de la educación y la vivienda. Durante su presidencia, el país mantuvo estabilidad económica, reducción de la pobreza y fortalecimiento institucional, aunque también enfrentó críticas por la lentitud en la ejecución de obras públicas y la falta de reformas estructurales más profundas.

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Pepe Mujica dejó varias postales memorables en el imaginario colectivo. Una de las más recordadas ocurrió en una cumbre del Mercosur en 2013, cuando un micrófono abierto captó sus palabras: “Esta vieja es peor que el tuerto”, dijo refiriéndose a la entonces presidenta argentina Cristina Fernández y al fallecido Néstor Kirchner. Lejos de desmentirlo, Mujica lo asumió con humor y pidió disculpas públicas.

Aunque su gobierno fue relativamente autónomo, Mujica mantuvo una relación estrecha con gobiernos afines de América Latina, especialmente con Brasil, Argentina, Bolivia y Venezuela. Sin embargo, no se alineó ciegamente con ninguno. Su independencia ideológica le permitió tanto elogiar como cuestionar a sus colegas. Con Hugo Chávez tuvo una relación cordial pero nunca adoptó el discurso bolivariano. Con los Kirchner mantuvo una amistad compleja, atravesada por las diferencias sobre la planta de celulosa instalada en el Río Uruguay, que tensó las relaciones bilaterales por años.

En su intervención en la Asamblea General de la ONU en 2013, donde no habló del poder militar ni de alianzas geopolíticas, sino de la insaciable sed de consumo del ser humano moderno, su discurso fue ovacionado globalmente por su contenido ético y ecológico. “El desarrollo no puede ser en contra de la felicidad. Tiene que ser a favor de la vida”, dijo con una sencillez que descolocó a más de un diplomático.

Uno de los episodios más comentados ocurrió cuando se reveló que donaba el 90% de su sueldo presidencial a causas sociales. “Tengo suficiente con lo que tengo. Hay quienes viven con mucho menos”, explicaba. Su declaración de bienes apenas superaba los 1.800 dólares.

En cuanto a Colombia, Mujica tuvo una relación respetuosa y simbólicamente significativa. Apoyó el proceso de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc, y fue invitado como observador y facilitador informal en algunos momentos clave del proceso. En varias ocasiones defendió el diálogo como camino ante la violencia: “No hay guerra buena, la paz siempre es preferible”, sentenció.

Su mirada hacia Colombia siempre estuvo marcada por una comprensión profunda de los conflictos sociales y una crítica implícita a las políticas represivas del pasado. Su figura fue especialmente valorada por sectores progresistas, movimientos campesinos y líderes sociales que vieron en él un ejemplo de coherencia política y compromiso con los excluidos.

Al dejar el poder en 2015, Mujica regresó a su vida de siempre: la chacra, su perra Manuela, sus cultivos y la reflexión. Siguió siendo senador hasta 2020, cuando renunció definitivamente a la política activa por motivos de salud, alegando cansancio físico y emocional. “Me voy porque me está echando la pandemia”, dijo entonces, en plena crisis por el covid-19. “Ser político significa tener una pasión, y para eso hay que tener fuego adentro. Ya no tengo ese fuego”.

En abril de 2024, Mujica anunció públicamente que padecía un tumor en el esófago, un diagnóstico complicado dada su condición preexistente por una enfermedad inmunológica. “No me voy a rendir, pero sé que estoy en el descuento”, afirmó con serenidad en una entrevista. Su testimonio conmocionó al país, pero también dejó un mensaje: incluso frente a la muerte, Mujica sigue siendo el mismo hombre que aprendió a conversar con la soledad en una celda y a abrazar la vida con lo mínimo.

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Su legado no reside tanto en grandes obras de infraestructura ni en cifras macroeconómicas, sino en la ética del poder, en la austeridad voluntaria y en la capacidad de gobernar sin perder el contacto con la gente común. De hecho, su mandato concluyó con un déficit fiscal del 3,5% del PIB y un significativo desbalance financiero en la petrolera estatal.

Fuera de Uruguay, Mujica fue una figura admirada tanto por líderes progresistas como por jóvenes activistas que buscan nuevas formas de hacer política. Fue invitado a universidades, foros internacionales y documentales. Su vida fue retratada en libros, películas y entrevistas que buscan desentrañar el enigma de un presidente que nunca quiso serlo del todo, pero que supo representar a muchos con su forma distinta de estar en el mundo.

Mujica fue un viejo sabio del sur que seguía hablando claro, sin rodeos, como un abuelo que cuenta historias pero también lanzaba advertencias. “No venimos al mundo solo a trabajar y consumir. Venimos a ser felices”, insistía. En un tiempo donde la política parece perder su alma, la figura de Pepe Mujica se levantó como un faro de honestidad, humanismo y resistencia ética.

Fue guerrillero, preso, presidente y referente moral. Pero sobre todo, es la historia de alguien que nunca dejó de ser fiel a sí mismo, incluso cuando el mundo lo miraba con lupa. Como dijo una vez ante un auditorio repleto: “No soy pobre. Pobres son los que necesitan mucho para vivir”.

Cuando el 9 de enero de este año anunció que tenía metástasis en el hígado, manifestó su última voluntad: quería morir tranquilo. “El guerrero tiene derecho a su descanso”, dijo.

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Mujica nunca pretendió convertirse en mito, aunque sus gestos lo hayan elevado a esa categoría. Él mismo había dicho que no encaja en este mundo acelerado, de consumo desmedido y vanidades políticas. Pero justamente por eso, su figura se mantuvo vigente: porque representa una forma de poder sin adornos, una ética de la vida pública que no depende de eslóganes ni de estrategias de marketing. En un continente marcado por líderes mesiánicos y escándalos de corrupción, la voz pausada y honesta de Mujica se volvió, y seguirá siendo, disruptiva.

“La vida es tan hermosa que no tiene sentido que la sacrifiquen por estupideces. Por lo demás, estoy agradecido, y al fin y al cabo, que me quiten lo bailao”, dijo ya al final de sus días.

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