En el corazón mismo del Vaticano, detrás de una de las paredes más imponentes de la historia del arte —la del Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina— se esconde una pequeña puerta, discreta y silenciosa, casi invisible entre tanto esplendor. A su izquierda, apenas perceptible, esa puerta conduce a un espacio de recogimiento y misterio: la llamada “Sala de las Lágrimas”.
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No tiene el brillo del oro ni la grandiosidad de los frescos renacentistas. Es una estancia modesta, angosta, apenas decorada, con una mesa, dos sillas, un perchero y un sofá rojo. Nada más. Pero lo que ocurre allí dentro es más grande que cualquier obra de arte: es donde un hombre se enfrenta a su destino sagrado.
Después del bullicio solemne del cónclave, tras alcanzar los dos tercios de los votos, el nuevo Papa cruza el umbral de esa sala en soledad, acompañado solo por el maestro de ceremonias. Deja atrás la majestuosidad del arte y las miradas de los cardenales para entrar en una intimidad que lo enfrenta consigo mismo y con Dios. Primero debe cambiarse la ropa que lo identifica como cardenal.
Cambiar de ropa no es solo un gesto exterior. Es una verdadera investidura. En ese lugar, entre sotanas blancas de distintas tallas, el elegido se despoja del rojo cardenalicio y se reviste con la blancura que lo distinguirá de por vida. Pero más allá de la tela, lo que cambia es el alma.
El oficio, le dijo Monseñor Marco Agostini a Vatican News, “es más grande que la persona”. Y por eso, desde ese día, cada Papa debe morir a sí mismo para que viva el ministerio.
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En ese breve trayecto entre la elección y la aparición pública, ocurre un tránsito interior mucho más profundo. Allí, ese hombre deja de ser simplemente un cardenal para convertirse en el Sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo. Y lo hace en silencio, en oración y, a veces, entre lágrimas.
La “Sala del Llanto” no debe su nombre a una metáfora. Desde tiempos del Papa Gregorio XIV, quien lloró allí en 1590, se tiene constancia de la emoción que embarga a los pontífices en ese momento.
Agostini, ceremoniero pontificio, lo explica con sobriedad: es allí donde el Papa toma conciencia de lo que ha llegado a ser, de la carga que representa ser símbolo viviente de la Iglesia.
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Algunos han llorado por temor, como León XIII, convencido de que su edad no le permitiría sostener el pontificado. Vivió 25 años más. Otros, como Juan XXIII, supieron combinar emoción con humor, bromeando sobre cómo se veía en televisión con su nueva vestimenta.
Y no faltan los que, como Juan Pablo I, pronuncian palabras que suenan más a súplica que a aceptación: “Que Dios los perdone por lo que han hecho a mi respecto”.
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Pero todas esas reacciones tienen un hilo común: la conciencia del peso inmenso del papado. Un peso que no es solo institucional, sino espiritual, místico.