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En el fondo, Trump entendió el poder de la polarización. Convirtió cada decisión en una batalla política, y cada batalla en una oportunidad para consolidar su base.
Por Daniel Duque Velásquez - @danielduquev
Cuando Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos, muchos de sus seguidores proclamaban que al fin llegaba un empresario exitoso a “poner en orden la casa”. Decían que, con su visión de negocios y su mano firme, la economía global iba a entrar en una nueva era de prosperidad. Hoy, con los mercados internacionales temblando por cuenta de sus decisiones, vale la pena preguntarse si no será más bien que estamos viendo la economía del caos, diseñada no para construir estabilidad, sino para agitarla a conveniencia.
Una de sus banderas más visibles fue la guerra comercial con China. Bajo la premisa de “América primero”, Trump impuso aranceles que golpearon no solo a las importaciones chinas, sino también a productos de aliados históricos como Europa. ¿El resultado? Una reacción en cadena: caídas abruptas en las bolsas de Asia y Europa, medidas de represalia comercial por parte de otros países, y un clima de incertidumbre generalizada que espanta a los inversionistas.
Lo que parecía una jugada audaz para defender la industria estadounidense terminó siendo un boomerang. Las consecuencias inmediatas fueron la pérdida de miles de millones de dólares en los mercados bursátiles, el retiro masivo de capitales y una fuerte desconfianza que amenaza con desatar una recesión. Y, como siempre, cuando Estados Unidos estornuda, a América Latina le da pulmonía. Colombia ya lo está sintiendo: el índice Colcap se ha desplomado más de un 10% y las empresas locales ven disminuir su liquidez.
Paradójicamente, Colombia salió bien librada en la primera oleada de aranceles. A pesar de la mostrada de dientes de Trump hace unas semanas —motivada por los trinos incendiarios de Petro en plena madrugada—, nuestros productos enfrentarán, por ahora, solo un arancel del 10%. Es decir, una sanción leve si se compara con el castigo de hasta el 25% que recibirán otros países. Aún así, el golpe al flujo comercial y a la confianza inversora está sobre la mesa.
Pero más allá del daño económico, lo que revelan estas decisiones es una profunda irresponsabilidad política. Trump convirtió la economía en un instrumento de confrontación ideológica. En lugar de buscar acuerdos multilaterales o reformas estructurales que equilibren el comercio, prefirió el choque, la amenaza y la improvisación. Y ahora, quienes más lo aplaudían por su supuesta audacia empresarial, están viendo que manejar un país no es lo mismo que regentar un reality show.
En el fondo, Trump entendió el poder de la polarización. Convirtió cada decisión en una batalla política, y cada batalla en una oportunidad para consolidar su base. Pero el mundo no funciona a punta de titulares. Las consecuencias de sus políticas las están pagando los mercados, las empresas y los ciudadanos, incluso en países que poco tuvieron que ver con su cruzada económica.
La pregunta no es si el daño es reversible, sino cuánto costará repararlo. Porque cuando se juega con la confianza del mercado, el precio se mide en empleo, inversión y estabilidad. Y Trump, lejos de salvar la economía, parece decidido a incendiarla... siempre y cuando él tenga el control del fósforo.