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El Fondo Monetario Internacional acaba de advertir que, de continuar esta incertidumbre, el crecimiento global se reduciría en un 0,5% respecto a las proyecciones anteriores.
Por Luis Diego Monsalve - @ldmonsalve
La guerra comercial entre Estados Unidos y China ha vuelto con fuerza en este 2025. Como en una película de secuelas interminables, el nuevo mandato de Donald Trump reactivó los aranceles, esta vez con más ambición: un impuesto universal del 10% a todas las importaciones, con castigos aún mayores para China. Beijing no se quedó atrás y devolvió el golpe con una batería de tarifas similares y otras medidas como la restricción a la exportación de algunos minerales raros. Y aunque el libreto parece repetido, el trasfondo es mucho más serio.
Esta ya no es solo una pelea arancelaria. Es una disputa por el liderazgo global en sectores estratégicos: inteligencia artificial, semiconductores, telecomunicaciones, nuevas energías y, por supuesto, influencia geopolítica. Pero el tono beligerante de estos primeros meses está generando una consecuencia que preocupa cada vez más: el riesgo de un desacoplamiento económico entre las dos mayores potencias del mundo.
Si estas tarifas se mantienen en el tiempo, la desconexión sería inevitable. Para Estados Unidos, implicaría desabastecimiento o encarecimiento de productos esenciales. Muchos de los bienes de consumo diario provienen de China, y conseguirlos de otros proveedores —si existen— resultaría más costoso, elevando la inflación y afectando directamente al consumidor. Y si la idea es producirlos localmente, habría que superar desafíos estructurales: falta de trabajadores para manufactura, altos costos y una economía enfocada en servicios.
Para China, la pérdida de su principal mercado de exportación sería un golpe durísimo. Su base industrial sigue siendo dependiente de la demanda externa, y aunque se habla del fortalecimiento del consumo interno, lo cierto es que ese impulso todavía no despega. La clase media china —más cautelosa tras la pandemia y la crisis inmobiliaria— no está gastando al ritmo que se esperaba. Reemplazar el mercado norteamericano no es tarea sencilla, ni en el corto ni en el mediano plazo.
Por eso, esta semana ha sido particularmente interesante. Mientras la tensión comercial sigue alta, ambos gobiernos han empezado a enviar señales de distensión. Desde Washington, Trump ha sugerido que estaría dispuesto a dialogar con China, y que, eventualmente, los aranceles podrían reducirse significativamente. Del otro lado, el gobierno chino ha reiterado que una guerra comercial prolongada sería negativa para ambos países... y para el mundo.
No es coincidencia. El mensaje también viene del mercado. El Fondo Monetario Internacional acaba de advertir que, de continuar esta incertidumbre, el crecimiento global se reduciría en un 0,5% respecto a las proyecciones anteriores. Para economías que ya están lidiando con inflación, deuda o bajo dinamismo, ese medio punto puede significar la diferencia entre estabilidad y crisis.
A esto se suma el malestar de empresarios, inversionistas y gobiernos intermedios que observan con preocupación el deterioro de las cadenas de suministro, la pérdida de confianza y la volatilidad en los mercados. Nadie quiere quedar atrapado entre dos gigantes en guerra.
El panorama sigue incierto. Es posible que en las próximas semanas se sienten a negociar, como ocurrió en 2019. Y aunque la rivalidad estratégica persistirá —no hay marcha atrás en la competencia por el liderazgo del siglo XXI—, parece haber un espacio para evitar que los aranceles se conviertan en un callejón sin salida.
En este momento, cuando los tambores de guerra aún suenan, también se oyen los primeros acordes de una posible tregua.