Aunque no pudo asistir este Viernes Santo al Vía Crucis en el Coliseo de Roma por su delicado estado de salud —tras una neumonía bilateral que casi le cuesta la vida—, el Papa Francisco no ha dejado de hacerse sentir.
Sus meditaciones, escritas para las 14 estaciones de la Pasión de Cristo, son un puñetazo de realidad en medio de la devoción.
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El Coliseo romano fue testigo de este acto litúrgico, presidido por el cardenal Baldassare Reina, vicario de la diócesis de Roma. Pero las palabras son de Francisco, y están cargadas de denuncias sociales, súplicas humanas y una defensa apasionada por una fe que no se vive en abstracto, sino en la calle, entre caídas y heridas.
Una economía con alma
En la séptima estación, cuando Jesús cae por segunda vez, el Papa lanza una crítica directa a un mundo gobernado por “algoritmos fríos y cálculos implacables”.
Allí contrapone la “economía de Dios”: humilde, fiel a la tierra, que no descarta al más pequeño. “Noventa y nueve valen más que uno”, advierte Francisco, retratando la lógica del descarte que domina nuestro tiempo.
Para él, la verdadera economía es la del Evangelio, la que cultiva y repara, la que deja florecer lo marchito, la que no pone etiquetas ni convierte al ser humano en una cifra.
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El Vía Crucis escrito por el Papa tiene cuerpo, humanidad y polvo. No es una meditación de museo, es un espejo. “La vía del Calvario pasa por nuestras calles de todos los días”, dice Francisco.
Y lo repite sin miedo: caerse es parte del camino. Cristo cae tres veces y se levanta, como los que han perdido todo y aún así se aferran a la esperanza de un nuevo comienzo.
La cruz también la cargan los otros
Simón de Cirene, ese hombre que carga la cruz sin haberlo pedido, encarna a todos los que hoy se ven llamados a sostener un trozo del dolor ajeno. Como los voluntarios, migrantes, familias y personas con discapacidad que acompañarán cada estación este viernes.
“En la realidad de hoy necesitamos a alguien que nos detenga y ponga sobre nuestros hombros un trozo de realidad que simplemente hay que cargar”, escribió el Pontífice.
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Las mujeres del Calvario —María, Verónica y las hijas de Jerusalén— representan esa ternura inquebrantable, ese consuelo que no renuncia a la compasión. Pero Francisco no se queda en la imagen piadosa: pide lágrimas de reconsideración, lágrimas por nuestra convivencia rota. “Que no sean de circunstancia”, ruega.
La imagen de Cristo en el sepulcro se convierte en una lección sobre el tiempo, el silencio y la espera. En un mundo que no se detiene, el Papa pide “aprender a no hacer nada cuando sólo se nos pide esperar”. Porque ahí, en el aparente vacío del Sábado Santo, se fragua la resurrección.
La última estación es un grito de paz: “Que venga tu paz para quien no tiene poder ni dinero. Que venga tu paz para quien espera un renacer justo”. Francisco clama por una reconciliación que derribe muros, que toque las fibras de una humanidad que ha olvidado su propia fragilidad.
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