Jericó fue el segundo municipio de Antioquia –y el quinto de Colombia– que tuvo luz eléctrica. Aunque no había carretera para 1906, hombres fuertes subieron a lomo de mula los postes de madera y los cables. Para entonces, ya el pequeño caserío tenía periódicos donde se contaba la realidad del campo y las movidas políticas que intrigaban los pasillos de los palacetes de Bogotá. Dos décadas después se construyó el teatro Santamaría, que este año está cumpliendo cien años; luego el pueblo se convirtió en emisor: se imprimían billetes y se cuñaban monedas. Por entonces ya se decía que Jericó era la Atenas de Antioquia, un chovinismo que hay que leer en la dimensión de nuestro tamaño.
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Fue en 1970 cuando aparecieron los museos; el primero fue el Museo Arqueológico del Suroeste –hoy conocido como el Maja, con sus vitrinas que guardan pedazos de barro cocido, plumas endurecidas por el tiempo, urnas funerarias con nombres extraviados–. y el Museo de Arte Religioso, ubicado en la cripta de la Catedral, donde encontraron un nuevo símbolo los elementos de usanza antigua de la iglesia.
Es una tarde de enero y en Jericó ocurre el Hay Festival Jericó; escritores y artistas de diversas nacionalidades recorren el pueblo, toman café de origen en el parque. En los últimos quince años todo ha sido un vértigo aquí: pretensiones mineras buscan explotar el cobre de la montaña que tiene límites con Támesis, el pueblo vecino; llegó una explosión turística inusitada y se canonizó a la Madre Laura; todos esos eventos, que han derivado en tormentas políticas, han puesto un poco todo patas arriba.
Un escritor mexicano se sorprende con los balcones y las fachadas de las casas; no puede creer que en tan pequeño caserío –hay unos siete mil habitantes en el casco urbano– haya quince iglesias y cinco museos. Entonces vamos al Maja, que se levanta en un caserón tradicional de color blanco con portones y ventanas rojas. No hay publicidad ni luces de neón, todo es discreción. Dentro, la luz se desliza sobre vitrinas que contienen decenas de piezas arqueológicas: algunas con forma de jaguar, otras con forma de cántaro. Todas con forma de historia; la mayoría fueron recolectadas por sacerdotes y campesinos.
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Roberto León Ojalvo Prieto es el director del Maja desde hace varios años. Ha fortalecido una red de colaboradores que trabajan en el museo: han pasado más de trescientos adolescentes que traen e invitan a nuevos visitantes. Conoce muy bien la historia del lugar, como es obvio.
–Esta es una casa patrimonial de Jericó, construida en 1906, y que desde siempre ha estado dedicada a proyectos culturales. El museo funciona aquí desde hace 16 años. Cuando iniciamos, la casa estaba ruinas y la idea era tumbarla para hacer un parqueadero. Esta es una casa de bahareque, que es una técnica relativamente liviana que no necesita bases, está parada en el suelo. Hicimos entonces una ampliación, levantamos la estructura y construyeron una especie de primer piso o planta baja. La líder de ese proyecto fue la arquitecta Dora Luz Echeverría, con quien tenemos el sueño de ampliarnos.
–¿Y ese proyecto ya anda? –el museo está lleno de gente, visitantes de Medellín y otras ciudades que han llegado para las actividades del Hay Festival.
–Sí. Ya compramos un lote contiguo, que es un parqueadero. Allí queremos hacer un nivel de parqueadero, una terraza para eventos, un café y unas residencias artísticas; este proyecto ya está registrado en el Ministerio de Cultura y tenemos licencia de construcción desde la oficina de planeación de Jericó; es un proyecto que vale entre 10.000 y 12.000 millones de pesos, tenemos financiado el 50 por ciento. Esto lo trabajamos con la sociedad de amigos del Museo.
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Es conmovedor que un pueblo, en este país de pueblos preciosos o arrasados, se dedique a mirarse en el espejo para entenderse. En una de las paredes están sendos retratos de Héctor Abad Gómez –médico, fundador de la Escuela de Salud Pública, defensor de Derechos Humanos, padre del escritor Héctor Abad Faciolince, asesinado por el paramilitarismo– y de Javier Darío Restrepo –periodista, voz incomparable de la ética ídem, escritor–, hijos ilustres de Jericó –como se dice–, voces que hablan desde el más allá.
El Maja no es un mausoleo de objetos sino un laboratorio de identidad. Además de ataúdes indígenas que parecen barcas de un Caronte de este lado del mundo, de piedras que hicieron alguna vez el mal en la cabeza de un animal o de un enemigo, hay una exposición de los dibujos de Franz Kafka, a propósito de los cien años de la publicación de El Proceso, acompañada de unas reflexiones del artista Saúl Álvarez Lara –curador del Maja–; hay fotografías en gran formato de músicos de todo el país.
–Tenemos exposiciones temporales y otras permanentes y semipermanentes, que son las que hablan de Jericó; tenemos una agenda de cine, tenemos un cine foro todos los lunes, que tiene más de diez años y que es una oportunidad maravillosa sobre todo para los jóvenes. Tenemos una agenda de talleres y pretendemos estar más presentes en el campo, para beneficiar a esas comunidades que responden maravillosamente –en la primera planta veremos una exposición donde familias campesinas representan grandes pinturas clásicas.
–¿Cuántos visitantes tienen al año?
–El año pasado tuvimos casi 24.000 visitantes que, para un museo de pueblo, y no lo digo de manera peyorativa, porque Jericó apenas tiene en el casco urbano tiene 7.000 habitantes, es un dato muy grande. Pero le cuento más: tenemos una agenda de conciertos, tenemos un auditorio que los concertistas consideran con unas condiciones de acústica muy buenas, tenemos convenio con Eafit, Iberacademy y con Bellas Artes, y mínimo una vez al mes tenemos un concierto de cámara y a veces tenemos dos, tres o cuatro. Hemos tenidos 14 conciertos con concertistas que van a Medellín al Metropolitano y que se presentan aquí en el auditorio nuestro.
Señala Ojalvo que lo de ese fin de semana es apenas una curiosidad, que los visitantes de varias partes del país y de otros lugares del planeta aparecen en enero, pero que esta agenda cultural sobre todo fortalece las conversaciones de Jericó.
El archivo de la identidad jericoana no se acaba aquí. A pocos metros está la casa natal de la Santa Laura Montoya, donde se conserva la habitación donde nació la primera santa colombiana. La cuna sigue ahí. También un par de sandalias, algunos libros. Pero más que reliquias, son pruebas materiales de una mujer que decidió -en 1874- luchar contra la exclusión desde la fe. Dice una guía: “Santa Laura no solo fue santa. Fue rebelde. No se dejó sacar del camino por ser mujer ni por estar del lado de los indígenas... La gente cree que la historia es solo para rezar. Pero aquí vienen muchas jóvenes a ver qué hizo ella, por qué la iglesia le cerró la puerta y ella igual construyó algo grande. Esa es la historia que importa”.
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Detrás de la catedral, una escalera conduce al Museo de Arte Religioso. Un sótano con olor a madera vieja y cera fría. Las vitrinas muestran cálices coloniales, vestimentas bordadas en oro, estandartes de procesión. Pero lo que llama la atención no es el lujo sino la artesanía: los objetos están hechos con las manos. La imagen más antigua es una Virgen de las Mercedes tallada en 1698, traída desde España. A su lado, una campana de bronce que alguna vez anunció la llegada de los domingos.
En Jericó, los museos no están aislados ni son una actividad de fin de semana. Son parte de la vida. Cada escuela tiene un convenio con el MAJA. Cada festival incluye una exposición. Cada casa tiene al menos una fotografía en sepia o un radio antiguo. Hay una estética de lo viejo, pero no como ruina, sino como raíz. Según datos de la Secretaría de Cultura de Antioquia, Jericó invierte más del doble del promedio regional en programas culturales, y eso no se nota en grandes teatros, sino en pequeños actos: talleres de fotografía para jóvenes, encuentros de poesía con campesinos, ferias donde se venden libros a precios de pan.
En 2019, el Hay Festival organizó una edición en Jericó. No solo vinieron escritores y periodistas, también llegaron estudiantes de Medellín, antropólogos de Bogotá, cineastas de Manizales. Para muchos, fue la primera vez que un pueblo de calles estrechas se convertía en epicentro de discusión intelectual. No hubo escenario: se leyeron cuentos en la plaza, se vieron películas en el colegio, se debatió sobre la paz en la terraza de un café.
Un historiador local tiene una definición que suena a advertencia: “Jericó entendió que sin memoria no hay turismo. Y sin turismo no hay futuro. Pero lo interesante es que aquí no vendemos el pasado: lo sembramos”. La frase tiene peso, sobre todo porque en otras regiones de Colombia, los museos sobreviven por costumbre o protocolo. Aquí, son semilla.
Y ese parece ser el truco de Jericó: no elegir entre pasado y presente, sino juntar las piezas. En las vitrinas hay molas indígenas junto a grabados digitales. En los carteles de las exposiciones se mezclan apellidos paisas con nombres caribeños. En los muros de la Casa de la Cultura hay fotografías de niñas disfrazadas de santa, al lado de afiches sobre violencia de género.
Días antes de mi visita había recibido un mensaje del fotógrafo León Darío Peláez, quien fue editor en la revista Semana hasta que se jubiló. Me dijo que en el Museo de la Música había una exposición de sus fotografías a escritores, entonces fui. En las salas encontré instrumentos de cuerda y viento, lo que parecía una semblanza a la música andina y su largo canto. Al fondo está la selección de Peláez, hay fotos conmovedoras de Gabriel García Márquez, Héctor Abad Faciolince, Antonio Caballero, Gay Talese, Tomás González, Tomás Eloy Martínez... Peláez no nació aquí, pero su obra, con piezas que han contado la literatura de las últimas décadas en Latinoamérica está en estas paredes.
Todo este recorrido recuerda algo que dijo William Ospina alguna vez: “El país se hará desde los márgenes, no desde el centro”. En Jericó, ese margen se ha convertido en borde nítido, en perfil. No se trata de competir con nadie, sino de no parecerse a nadie. Por eso las vitrinas de los museos no están pulidas hasta el brillo. Algunas tienen rayones, otras están un poco torcidas. El techo de teja filtra luz en las tardes, y el piso de madera suena cuando alguien camina. Todo tiene cuerpo. Todo tiene tiempo.