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Mi admiración por los escritores que me gustaban era parecida a la que sienten las adolescentes por los artistas de cine.

hace 1 hora
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Por Amalia Londoño Duque - amalulduque@gmail.com

Durante varios años, cuando apenas empezaba mi carrera como periodista, cubrí el Hay Festival en Cartagena cada comienzo de año. En uno de esos eneros, iba caminando con mi gran amigo Andrés Sarmiento, hoy a cargo de las bibliotecas en Medellín y quien en ese entonces trabajaba para una editorial. Conversábamos sobre las entrevistas del día, sobre las charlas que habíamos escuchado, sobre el privilegio de estar rodeados de libros y voces que admirábamos.

De pronto, alguien le tocó el hombro a Andrés y le preguntó:

—¿Por aquí se llega a este restaurante?

Era Mario Vargas Llosa.

Andrés le indicó que iba bien, y en lugar de seguir su camino, Vargas Llosa bajó el ritmo y empezó a hablarle de otras cosas. Le preguntó por las ferias del libro que tenía el país, por su trabajo en la editorial, por su vida. Estuvo haciéndole preguntas todo el tiempo, el Nobel a Andrés, con un interés absoluto a lo que el le respondía.

Durante unos diez o quince minutos caminamos juntos.

Yo tendría tal vez unos 23 años. Mi admiración por los escritores que me gustaban era parecida a la que sienten las adolescentes por los artistas de cine. Tuve que contenerme; cuando me preguntaron mi nombre, no atiné a decir más. Me limité a escuchar su conversación y a caminar a su lado, sintiéndome como quien se ha colado en una escena de una novela.

La muerte de los personajes públicos que nos han acompañado tiene algo de desamparo.

Vargas Llosa escribió en una de sus novelas menos citadas, El paraíso en la otra esquina:

“Morirse no es irse a ninguna parte, es simplemente dejar de estar”.

Me resulta brutalmente honesto. No hay metáfora, no hay consuelo. Solo la idea seca de que un día simplemente ya no estaremos.

Ahora que llevo unos meses intentando comprender la ausencia de alguien cercano, he decidido creer que la ausencia no es un vacío; que es algo que toma forma, se mueve y muta con el tiempo. Tan liviana como pesada a veces, pero nunca imperceptible.

Y con los personajes del mundo, sí que es cierto. Marcan décadas, generaciones, momentos. Su muerte termina por convertirse en referencia temporal para situar cosas que nos pasaron o para contar anécdotas y dar contexto.

Ayer me levanté con la noticia de la muerte del Papa y lo reafirmé.

Era tal vez la única figura que me conectaba con la religión católica desde la ternura.

Cuando mueren figuras así, se detona algo íntimo. No solo pensamos en ellos; pensamos en nosotros. En el tiempo que marca la muerte de alguien que durante años vimos en las pantallas o que leímos con esa sensación tan cercana con la que uno lee a un autor que le gusta, como conversando con él.

En una de las novelas de Julian Barnes, el protagonista decía “La naturaleza de la muerte es que siempre sucede a los demás. Hasta que no”.

Y esa es la sensación cuando uno ve morir a los grandes: que el tiempo se agota.

Estas muertes no son solo noticias.

Son anuncios.

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