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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com
El joven había llegado desde China a estudiar en una universidad de Estados Unidos. Apenas se adaptaba al idioma, a la comida, al clima, a las maneras de saludar, al silencio de algunos y a la efusividad de otros. Todo le parecía nuevo, raro, estimulante. Un día, mientras caminaba por el campus, se encontró con el decano. Tuvieron una conversación breve, cordial, cargada de la amabilidad que suele surgir entre quienes saben que vienen de mundos distintos. Al final, el decano le preguntó qué era lo que más le había sorprendido del país. El joven lo pensó unos segundos y con toda honestidad respondió: “la forma tan extraña de sus ojos... tienen unos ojos muy extraños”.
No era burla. No era crítica. Era lo que él, desde su mundo, había aprendido a ver como “normal”. En su referencia, lo extraño era lo que no se parecía a lo que él conocía. Y en ese pequeño gesto reveló algo que hacemos todos, casi sin darnos cuenta.
Todos creemos que lo “normal” es lo nuestro. Lo que hemos visto desde niños. Lo que huele a casa. Lo que habla nuestra lengua. Lo que camina como nosotros. Lo que cree lo mismo. Pero esa normalidad no es universal. Es local. Es íntima. Y cuando no la reconocemos como eso, como costumbre más que como verdad, empezamos a juzgar al otro con una medida que no le corresponde.
Nadie nace juzgando. Aprendemos a hacerlo a través de miradas, frases, burlas suaves o gestos que se repiten frente a lo diferente. Poco a poco, sin notarlo, asociamos lo ajeno con lo equivocado. Lo que no es como nosotros se vuelve amenaza o rareza. Así empieza el prejuicio: en lo que no se nombra, pero se repite.
Es fácil mirar lo distinto y pensar que está equivocado. Que lo nuestro es mejor. Que lo otro es raro. Que lo ajeno necesita corregirse. Pero qué diferente sería todo si entendiéramos que lo que alguien hace, dice o cree también tiene raíces. Que su forma de mirar el mundo no nace de la ignorancia, sino de un contexto. Que no todo lo diferente es amenaza.
Hay gestos que no entendemos. Palabras que nos desconciertan. Costumbres que nos parecen exageradas. Pero nadie es inferior por ser distinto. Y la mirada del otro sobre nosotros también puede estar llena de extrañeza. La diferencia no necesita defensa. Necesita comprensión.
A veces nos juzgamos unos a otros sin intención de herir, pero con la arrogancia silenciosa de quien cree que su manera es la correcta. Y eso no nos hace malvados, pero sí nos hace menos conscientes. Solo cuando dejamos de mirar con el lente del juicio y empezamos a mirar con el de la curiosidad, comienza el verdadero respeto.
Quizá el mundo no necesita que todos pensemos igual, ni que hablemos igual, ni que miremos igual. Solo necesita que aprendamos a convivir sin suponer que nuestras costumbres son la medida de lo humano.
Porque nadie tiene ojos extraños. Solo tenemos formas distintas de ver.