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La Iglesia se queda huérfana de un papa con un alto sentido de humanidad, un papa libre que nunca dudó en seguir sus propias convicciones.
Una antigua tradición de la piedad popular romana, que se remonta al siglo IV, asegura que las personas que fallecen el día de Navidad o el día de Pascua son especiales para Dios. Los católicos creen que ser llamados ese día constituye el aval de una vida íntegra, plena y difícil. Como si Dios quisiera repetir “este es mi hijo amado, escúchenlo”. Hoy contemplamos la partida de Jorge Mario Bergoglio, en plena Resurrección, como un hecho que respalda al pontificado del papa Francisco.
Su fallecimiento a los 88 años a causa de un accidente cerebrovascular, nos obliga a mirar hacia esos doce años de liderazgo en los que dejó claro que quería otro mundo, uno más igualitario y más justo, más atento a los desheredados de la tierra, llámense pobres, refugiados, migrantes o enfermos. Desde su mirada lúcida, dos grandes males sociales aquejan al mundo presente: el individualismo que mira con indiferencia a los más vulnerables, y el populismo que enciende la ira de las personas para convertirlas en instrumento de intereses individuales.
El papa Francisco fue el papa de las primeras veces. Primer papa jesuita. Primer papa no europeo desde el siglo V. Primer papa americano y además procedente de América Latina. Primer papa desabrochado que se declaraba hincha de un equipo de fútbol.
Nunca le interesó seguir el protocolo de visitas a los grandes polos católicos europeos como Francia o España. Prefirió centrarse en las periferias de la Iglesia, no solo en las geográficas sino en las existenciales, y así visitó tanto países donde el catolicismo es perseguido como lugares donde sobreviven los más pobres del planeta. Sin contar las siete veces que estuvo en América Latina, viajó a rincones remotos donde los católicos y otras minorías religiosas son perseguidos y despojados de sus derechos fundamentales. Así visitó en 2017 a Birmania y Bangladesh y se encontró con los rohinyás, un pueblo por el que siempre tuvo una especial preocupación. De la misma manera, en 2022 viajó a Canadá para reunirse con las poblaciones indígenas. Y en un gesto de reconciliación y memoria, oró en sus lugares sagrados para pedir perdón y sanar las heridas del corazón. Estuvo también en la República Democrática del Congo y Sudán del Sur, y en uno de sus últimos viajes, en septiembre del 2023, fue a Mongolia, un país con solamente 1.400 católicos, una de las comunidades más pequeñas del mundo, en una nación de mayoría budista.
Durante su pontificado, Jorge Mario Bergoglio se caracterizó por usar un lenguaje claro y directo con el que priorizó la sustancia sobre la forma. Eligió mujeres para puestos superiores en la administración central de la Iglesia. Y sorprendió al mundo al autorizar que los sacerdotes puedan bendecir a las parejas homosexuales siempre y cuando esta bendición no se equipare de ninguna forma al matrimonio, que para la Iglesia sigue siendo exclusivo entre un hombre y una mujer. Esta medida, que constituye el paso más grande que haya dado la Iglesia para la inclusión del colectivo LGTBI hasta la fecha, generó un clamor enorme entre los sectores más ultraconservadores de la Iglesia.
En muchas ocasiones puso patas arriba al Vaticano, como cuando decidió retirar la gestión de fondos de la antes todopoderosa Secretaría de Estado, reformar la Administración vaticana y sus diferentes dicasterios. Siempre tuvo fuertes posiciones políticas en cuestiones como la migración o el ecologismo y no dudo en criticar el neoliberalismo.
Su estilo y su forma de gobernar lo convirtieron quizá en uno de los papas más amados y, al mismo tiempo, uno de los más cuestionados de la historia reciente de la Iglesia. Por un lado, multitudes entusiastas en todo el mundo, especialmente en África, Asia y América Latina, que vieron en él un hombre lleno de humanidad; por el otro, círculos tradicionalistas en Estados Unidos y Alemania, que no dudaron en llamarlo incluso “Antipapa”.
Hoy decimos adiós al inigualable papa Francisco, el líder espiritual de los católicos cuyo pontificado deja una huella imborrable en la historia de la Iglesia. Lo que comenzó con un simple “buenas tardes” el día que fue elegido como sucesor de Pedro, finalizó con un hermoso mensaje de Pascua en el que quiso recordarnos que las armas de la paz son las que construyen el futuro en lugar de sembrar muerte, y que debemos volver a tener esperanza y confianza en los demás.
El domingo, a pesar de sus dolencias ya evidentes, no quiso perderse la cita con la resurrección. Y tras el breve saludo que intercambió el domingo por la mañana con el vicepresidente estadounidense J.D. Vance, se aseguró de que en su mensaje durante la bendición urbi et orbi se leyera “¡Cuánto desprecio se manifiesta a veces hacia los más débiles, los marginados, los migrantes!”. ¿Acaso era un mensaje para el Estados Unidos de Trump?
Con la partida de Francisco, la Iglesia se queda huérfana de un papa con un alto sentido de humanidad, un papa libre que nunca dudó en seguir sus propias convicciones. Nos quedamos con sus últimas palabras: “No puede haber paz sin libertad de religión, libertad de pensamiento, libertad de expresión y respeto por las opiniones de los demás”. .